MAYAS
He visto crecer los campos de tlayoli,
sacrificar a los hijos de mis abuelos desde escaleras rojas.
No todo era escritura incognoscible,
planetas y barcos del más allá.
Hubo un tiempo fértil
-Sol-,
noches en que los besos eran más grandes que cualquier ciudad.
Un día desaparecimos entre canciones y leyendas.
Aquella noche la selva no paró de gritar a la Pachamama
-aún se escucha el eco de los gritos-,
entre la paja que ardió y la peste de Hernán Cortés:
luché en el fango contra pieles de piedra plateada.
Me ahogué en D.F.
Nunca debimos conocer el oro.
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